“¿Cómo pasaría una cuarentena sin poder escaparme de mí misma?”
La paciente que brinda su proceso de recuperación, dice de su presente:
“Cuando decidí habitarme, decidí habitarme bien. … Me descubrí, fui buscando lo que me gustaba, lo que era para mí.”
18 de marzo 2020
“Fernanda, esto es solo un sueño”, me dijo suave mi hermano. “¡No quiero!” le respondí con firmeza y determinación. Grité y desperté.
Sueño que estoy muy cansada y que pido con dificultad ayuda pero el agobio es tan fuerte que solo me deja balbucear. Y sin embargo… quiero seguir soñando.
¿Qué clase de contradicción es la que entraña mi subconsiente?
Querer despertar, estar soñando que me desmayo, pedir ayuda sin que mi estado tenga repercusión alguna en los otros y al mismo tiempo querer seguir durmiendo.
Espera, paciencia.
Lo reprimido en el inconsciente siempre tiende a florecer, dijo Freud.
25 de marzo 2020
El viento que antecede a la lluvia me hace acordar a las tormentas pasajeras del mar.
30 de marzo 2020
Creo que escuché el sonido del mar chocando contra las piedras y con una oleada me relajé por completo. Me fui de la conciencia del presente a perderme y diluirme en los vaivenes de agua salada. Y allí yacía en la superficie cuando sentí que alguien me llamaba desde la orilla. Con dificultad, reconocí su semblante. Era mi mamá que me invitaba a merendar budín de limón y mate cocido con mis hermanos.
Salí del agua corriendo mientras saltaba la arena en mis pantorrillas. La miré directo a sus pequeños ojos con resabios de rímel. Sonreímos, con todos los dientes. La abracé, sentí el olor al bronceador marca “sapolan”. Cerré los ojos en el abrazo. Siempre pensé que los ojos abiertos en un abrazo es de mala educación, y obstruye sentir el cariño de verdad. Abrí lentamente los ojos, estaba en sus brazos con la cabeza reposada sobre su pecho. Eran las 17 hs, y estábamos en una reposera en la pileta de mis abuelos, tenía 7 años, y mis primas jugaban en la pileta mientras mis tíos tomaban mate. Mientras tanto, yo estaba en el lugar más seguro del mundo.
Hubiera deseado que nunca me dejes ir de ese cómodo lugarcito. Que nunca me dejes ir para pasear como un adicto aturdido en los pasillos de la ansiedad, el pánico y la voracidad del mundo a mis 24 años.
Hubiera deseado dormir en tu pecho y quedarme inmortal en los 7 años, pura, contenida, y en plena calma.
15 de mayo 2020
El planeta necesitaba un respiro. Y la única forma de manifestarse fue con una pandemia y una catástrofe mundial.
Tenía miedo, mucho miedo. Por un lado, ¿qué va a ser de nosotros como humanidad? Por el otro, tenía que enfrentarme a mi peor pesadilla. Mi mente, mi enfermedad. ¿Cómo pasaría una cuarentena sin poder escaparme de mí misma? ¿Cómo iba a callar las veloces voces?
Empecé despertándome a las 5.30 am. No aguantaba la cama, y no aguantaba a mi mente durante mis sueños, era completamente insoportable. Dicen que durmiendo se solucionan las preocupaciones, absurda premisa. Todo lo contrario, temo dormirme y temo despertarme porque mi mente no descansa nunca. Dirigí mi ansiedad hacia la productividad de una tesis, en 20 días tenía 130 páginas y 70 textos leídos y analizados, eternas páginas y eternos pdfs, si la computadora no se tildaba yo no paraba.
Hacía yoga, tenía que conectarme conmigo misma. Tenía que dejar de fumar, la cuarentena era un buen momento para dejar de hacerlo. Más presiones en mi cabeza, más velocidad de pensamientos.
Se terminó el momento de tesis y entré en crisis, qué hacer a las 7 am cuando todos duermen y tu cabeza exige acción, actividad, movilidad, productividad. Imposible sentarme a ver una serie. No podía terminar medio capítulo. Menos aún quedarme sentada en un sillón por más de 30 minutos. Me temblaba el cuerpo. La piel se me escapaba de mi control. Tenía calor. Pestañaba aceleradamente. Voces adentro mío gritaban ¡basta! con desesperación. Pero mi cuerpo caminaba por todos los pasillos de la casa con la cabeza baja, sonaba mis dedos, buscaba algo para hacer, no lo encontraba, nada parecía adecuado.
Me abrí, decidí empezar a compartir mis emociones con mi familia, me prohibieron pronunciar la palabra “ansiedad”. Pero me ofrecieron ayuda y contención.
Tenía que bajar a tierra. No puedo describir cómo fue el proceso de concientización. Solamente bajé. Vi más series, si me cansaba leía un libro, si me cansaba pintaba o, dibujaba, ponía música retro, bailaba y cantaba. Las voces se calmaban. Las exigencias se callaron.
Nunca me habían gustado los espejos, cada vez que me sacaban fotos me sorprendía de que esa fuera mi cara. Esta vez me vi al espejo, pero esta vez me vi de verdad. Nunca en mi vida me había mirado con tanta atención. Claro, cualquiera se lava los dientes, se maquilla o se peina, pero eso no es mirarse de verdad. Me miré, recorrí cada peca de mi cara, la reacción primera era desconocimiento, no le había prestado atención jamás, pero al poco tiempo me acariciaba, me masajeé los cachetes, me estiré la cara de todas las formas y reí. Esta era yo. Riéndome de mí misma. Mi cara era divertida, porque yo era divertida, y mi cara era mía y de nadie más.
A los pocos días decidí desafiarme, me dije que si podía con mi cara podía con mi cuerpo. ¿Qué tan difícil podía ser? Por mucho tiempo había evitado abrazos porque me daba miedo que me toquen, evitaba desvestirme, apagaba la luz siempre para no ver mi cuerpo desnudo, no me probaba jamás ropa por miedo a mi reacción. Pero yo no era la misma de antes, yo ya había florecido.
Esperé a que mi hermana se fuera a trabajar, y me desvestí en mi pieza y fui a su espejo, yo no tengo ningún espejo en mi cuarto. Me miré de cerca y de lejos. Estaba sorprendida, hacía más de 2 años que no veía ese cuerpo. Ese que me hace correr, bailar, abrazar. Ese que había desnutrido. Ese que había ocultado en prendas 5 veces más mi talle. Lo miré bien, noté lunares, note celulitis, note estrías, picaduras de mosquitos, muchos detalles. Me sentía hermosa y fuerte, muy poderosa. Se había aguantado tanto maltrato, lo había escondido tanto tiempo. Y ahí estaba mi cuerpo deslumbrando al frente del espejo. Me sentía segura. Segura de que tenía un cuerpo que me iba a aguantar muchos años más, porque tenía un montón de proyectos, y muchísima vida por delante. Decidí que iba a mirarme cuando me bañaba, que no iba a apagar la luz cuando estuviera con un chico, que no me iba a vestir rápidamente y menos que menos quedarme con la remera puesta. Decidí que iba a llevar mi cuerpo con la frente en alto. Mi postura debía cambiar, no por la práctica de yoga o fisioterapia, debía cambiar porque yo decidía habitar ese cuerpo. El envase era mío, mi cuerpo había dejado de ser ajeno, tenía una dueña muy confiada de sí misma.
Cuando decidí habitarme, decidí habitarme bien. Las presiones desaparecieron. No tenía por qué ver una serie si me aburría, no tenía por qué levantarme de la cama si no quería. Me descubrí, fui buscando lo que me gustaba, lo que era para mí. Lo sigo buscando pero estoy tranquila. Después de muchos años de ansiedades y preocupaciones hoy estoy en calma, y si me preguntan que hice hoy: nada, y no me molesta en lo absoluto.
Nota: La paciente autorizó la publicación del texto. Algunos datos se modificaron para resguardar su privacidad.